miércoles, diciembre 31, 2014

Un graffiti en el cielo navideño



Nochebuena. Casa de mis suegros. Poco después de llegar y saludar, aprovecho un intervalo en que nadie me dirige la palabra y voy al baño. Para lo segundo, soy un fundamentalista de aguantar hasta volver a mi casa, pero en caso de retorcijones como éstos, si no actúo rápido, todo termina en un desastre ecológico, lo sé. 
En pocos minutos la estadía resulta exitosa: el malestar desapareció, la mochila del inodoro no se trabó, y las aguas danzantes del bidet no me quemaron. Antes de volver al fuego cruzado de la reunión familiar, me lavo las manos y me preparo para disparar desodorante de ambiente. No sé si aprieto muy suave o muy fuerte, pero algo falla y en lugar de rocío, sale una serpentina amarilla que dibuja un graffiti en el cielo raso. En eso, escucho que afuera alguien pregunta por mí. Otro responde. Alguien quiere saber si me fui por el desagüé. Todos se ríen. Siento pasos. Golpean. Digo: “ocupado”. Kary me responde: “¿Estás bien?”. “Sí”, le digo y recuerdo que, con ella, las respuestas cortas generan conversaciones largas. Me dice. “¿De verdad? ¿No necesitás nada? Te estamos esperando para comer”. Le digo: “arranquen” y pienso: odio charlar a través de las puertas. Antes de alejarse, me avisa: “tranquilo, no hay apuro”, pero en mi cabeza lo paso al revés y escucho: “no me hagas pasar papelones”.
Salgo del baño, freno, tomo aire, me seco la frente con la manga de la camisa y avanzo. Están todos sentados a la mesa. Me acomodo en la silla y Kary, a mi lado, insiste en voz baja:
–¿De verdad te sentís bien?
–Sí, te lo juro mi amor.
–¿Qué te pasó, entonces, que estás tan transpirado?
–Nada, estuve limpiando el techo del baño.    


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