martes, julio 27, 2010

Derrumbe



Lo admito: durante años estuve tratando de no crecer. Es increíble el esfuerzo que hice. Y es increíble cómo, indirectamente, herí a quienes trataban de ayudarme. Para mí, todo lo que tenía que ver con madurar, era decadencia. Todo lo que se parecía a crecer, era traición. Y todo lo que implicaba compromiso, era resignar lo único valioso, la libertad.
Cada amigo que se casaba, era un amigo devorado. Cada amigo devorado era la sombra, el bosquejo de lo que había sido. El Sistema, con su educación, sus empleos, sus esposas y sus mandatos, era un Pacman, y no perdonaba. Se tragaba vidas enteras, y cada amigo que se consagraba al trabajo y la familia, era un amigo que marchaba hacia la más absurda de las guerras.
Pero la vida, el destino o lo que sea, luego de una tregua se encargó de llevarme de las orejas a mi lugar. Todo lo que había temido, y esquivado, me lo puso en las narices, justo cuando iba a toda velocidad.
En estos últimos años, me tocó la primera fila de una película que no pensaba ni espiar. Si me preguntan, es cierto, quedé un poco afectado. Eso cualquier nieto de Freud lo sabe. Pero yo también sé que valió la pena: en medio de toda esa locura, por primera vez sentí que de verdad ayudaba a alguien… y tratando de ayudar, me salvé yo.
MV

miércoles, julio 21, 2010

Ido con mis ídolos

No podía salir de la cama. Era domingo y faltaba un rato para el atardecer, pero esta vez no necesitaba que cayera el sol para deprimirme, el bajón era previo. El sábado la Argentina había sido eliminada del Mundial, y desde entonces no podía esquivar el duelo, torturándome con cuanto programa de fútbol se me cruzara. Cuánto más conventillero, mejor. Si hablaba Sanfilippo, mucho mejor. Pero en determinado momento, por combinación del zapping y la penumbra de la habitación, la pantalla del televisor me hizo chocar con mi propio reflejo, y lo que encontré me asustó: los calzoncillos del elástico gastado, la panza, el pelo grasiento… un hombre despatarrado en la resignación, con la única ambición de no tener que ir nunca más a ninguna parte.
Apagué la tele, pateé las sábanas y salí a inflar la bici. Fui hasta los bosques de Palermo, y no sólo pedaleé, sino que también me bajé y corrí dos vueltas al lago. De regreso, desesperado por comprobar si en la enésima repetición los alemanes seguían convirtiendo el gol desde el vestuario, en la vereda distinguí a un hombre vestido completamente de negro: saco, boina, una beba en brazos. Al lado, una mujer. Su mujer. No puede ser, me dije, y volví a mirar. Entonces él me miró, como esperando que lo saludara. El pelo largo, oscuro, contrastando con las legendarias patillas, ahora canosas… Al pasar a su lado alcé la mano, sonreí, y en el escalofrío del momento me salió: “¡Hola Guille!”, como si fuera un compañero de oficina. Me devolvió una sonrisa cómplice, acompañada de un “Qué tal, cómo estás”…
Eso fue todo. Cuando quise darme cuenta, Willy Vilas se había quedado diez metros atrás, esperando que desde dentro de una casa le abrieran la puerta. No me daba para volver, pero sí para continuar el viaje imaginando que retrocedía, le estrechaba la mano y le soltaba un improbable discurso. Algo así como: Hola Willy, nada más quería darte las gracias. No me conocés, pero fuiste importante en mi vida. Todavía puedo recitarte los dieciséis títulos que ganaste en el 77, o la cantidad de partidos que te mantuviste invicto en canchas lentas… ¿pero sabés qué?, por momentos no te bancaba. Cualquier cosa que te preguntaban, sólo hablabas de vos. Siempre eras vos, vos y vos… Seguramente seguís igual. La diferencia es que ahora te entiendo. Me imagino lo ingrato que es ser ídolo en este país. Sobre todo me imagino lo difícil que es volver a la vida normal luego de haber alcanzado La gloria. Así como yo todavía estoy en el Mundial, esquivando mi vida, sé que una parte tuya permanece en Roland Garros, revoleando la raqueta al cielo.
Guille, una vez, hace mucho, en un reportaje te preguntaron si tenías ídolos. Primero respondiste que no, pero después tu mirada viajó hasta París y se detuvo frente a la tumba de Jim Morrison. Ahí te diste cuenta de que sí, de que los ídolos podían tener ídolos y que admitirlo no era tan grave.
Al igual que muchos chicos que iban a verte al Buenos Aires, me pasé la infancia y la adolescencia dándole a la pelotita. Primero el frontón, después los canastos y la ropa teñida de naranja. Y vos eras el camino, la demostración de hasta dónde se podía llegar con talento y, sobre todo, trabajo. Lo intenté durante años, hasta que un día me pareció que el tenis era una ruleta en la que mis viejos ponían fichas, y mi juego naufragó en un mar de ceros. Entonces llegó el rock. Rock para exorcizar los miedos. Rock para tapar la tristeza. Rock para no ser yo. Y en el medio del vendaval vos te quedaste en un póster, a mi lado, hablándome del esfuerzo, de la disciplina, del coraje, de la determinación para alcanzar los sueños… equilibrando el marcador cuando nuestro ídolo en común, Jim Morrison, desde sus canciones me invitaba a seguirlo para siempre…
…hasta el fin de las risas y las dulces mentiras.
Hasta el fin de las noches en que intentamos morir…


MV

miércoles, julio 14, 2010

Por no lanerpo a tiempo (Crónica de una eliminación)

Diego tiene que seguir. Lo digo de corazón, más allá de que me elija, o no, para que lo siga acompañando.
Nos hicimos amigos en el 94, preparándonos para el Mundial. La vez que Fito Páez y Andrés Calamaro fueron a la concentración a dedicarle un tema, yo lo acompañé a pedirle permiso al Coco para salir un rato, y estuve todo el tiempo detrás de cámaras, congelándome. Cuando en medio de la nota Diego dijo: “Muchachos, metámosle pata que hace un fresquete bárbaro”, supe que íbamos a ser grandes amigos… Lo que no supe fue que catorce años más tarde íbamos a estar serruchándole el piso justo al Coco.
No entiendo a los que se quejan de la selección. Seguro que son los mismos que se quejan del país. No ven que la Argentina es una tierra de oportunidades. Yo, por ejemplo, hasta hace poco laburaba de amigote, y ahora soy Técnico de la Selección. Llegué al Mundial sin títulos ni experiencia, y formé parte del primer seleccionado de la historia que jugó sin volantes ni marcadores de punta. Si eso no es crecer, entonces los argentinos somos todos cuarto-finalistas de alma.
Se hizo todo lo que estuvo a nuestro alcance, y más. No fue fácil. La prensa, los rivales, las lesiones, los compromisos, y sobre todo juntarnos a la noche, tomarnos de la mano entre los tres y rezarle a Dalma, Gianina, la Tota, Benjamín y todos los santos.
Lo más difícil de ser técnico fue dirigirlo a Diego. Los jugadores respondían de maravilla. Con él se nos complicó. Para distraerlo y poder laburar tranquilos, el Negro y yo teníamos que picarlo. Le decíamos: “Diego ¿¿escuchaste lo que dijeron Platini y el vende patria de Lavolpe??”, “¡Diego, el grone Pelé volvió a hablar. Ubicalo!”, “¡Diego, la pelota que puso el mafioso de Blatter es un globo!”, “¡Diego, hay que llorar más, nos están dando nada más que un gol en offside por partido!”, “Diego, Toti Pasman declaró que ya se cansó de tenerla adentro”, “Diego, los periodistas necesitan que les des clases de italiano”… Entonces, mientras él iba y se peleaba con todo el mundo, el Negro y yo armábamos el equipo.
Todo perfecto, hasta que en una conferencia de prensa un tipo lo rozó para acomodar el micrófono. Ahí él se calentó en el sentido más cachondo de la palabra. “Mejor no me toqués mucho que hace días no veo a mi novia”, le dijo. Quince minutos después tuvimos que llevarlo a “lanerpo”, como le gusta decir. Recurrimos a un cabarulo porque la novia no estaba… y porque Claudia nos sacó cagando. En realidad la novia estaba, pero indispuesta, y todos saben que Diego odia el chorizo a la pomarola.
La negra que le llevamos lo puso a tope. Se echó dos al hilo y, en lugar de volver a la concentración, quiso quedarse un rato. Encendió un habano y en diez minutos se clavó tres whiskys. Entonces empezó con la arenga: “¡El que no moja es un inglés!”, gritaba. A mí me llevó aparte y me dijo: “Mancu, si ninguna de estas hembras te gusta sos Andrea Boccelli”. Al que le llevaba la contra, lo acusaba de debutar con un pibe. Hasta el cabezón Ruggeri y el Chino Tapia se engancharon. Fue muy emotivo. Terminamos todos en bolas, revoleando la ropa y cantando abrazados: “QUE VAMO´ A SALIR CAMPEONES COMO EN EL 86…”
Como comentó Diego después: esa noche el pasado nos cortó las piernas.
El Mancu