(Fragmenos de "Nosotros sabíamos manejar en pedo")
Cansados de pasar
hambre, nos dimos cuenta de que para sumar puntos con las mujeres había que
resignar los sábados a la noche, y dárselos por entero a Ella: novia, transa, filito,
fato… como quisiéras considerarla en tu legajo secreto.
Durante años, los
sábados nos encontrábamos en el Bar de Sasha. Los solteros caían a medianoche.
Por regla, esperaban a los que tenían novia o fato hasta las tres de la mañana.
Si se liberaban antes de esa hora, sabían que nos encontrarían allí, a punto de
arrancar para algún lado.
A veces, cuando
sabías que se venía una noche especial, ya fuese por la cantidad de gente
convocada, por el lugar al que iríamos o por el simple entusiasmo generado en
la semana, arreglabas con tu chica para encontrarte temprano y llegar con
margen al bar. La llevabas al cine, a comer, o a tomar algo. Te portabas como
un duque toda la noche, pero en un momento, culpa de los arrumacos o de una
charla que se prolongaba, mirabas disimuladamente la hora y querías matarte. Te
transformabas. De golpe apurabas la despedida. Si era necesario decías que algo
te había caído mal y aprovechabas para pasar algún semáforo en rojo. Una vez
que llegabas a la puerta de la casa, en lugar de ponerte cariñoso como siempre,
te despedías con un pico, echando todo el laburo por la borda, sabiendo que si
no querías perderla ibas tener que agachar la cabeza, anestesiarte los oídos y
remar. Por supuesto, esto era posible gracias a que no existía el celular, y a
que vivíamos con nuestros viejos: los llamados-control de madrugada a nuestras
casas para saber si habíamos llegado bien, estaban prohibidos: despertaban y/o asustaban
a nuestros viejos.
Con el tiempo, esta
práctica de hacer dos noches dentro de una, fue perdiendo adeptos: era agotador,
estresante, oneroso y, a medida que los noviazgos se consolidaban, aumentaba el
pánico y la paranoia.
Desde que habíamos
empezado a ir a bailar a la matiné, transar había sido nuestra Copa del Mundo,
la máxima aspiración. Cuando luego de un trabajo fino y prolongado lograbas que
una chica aceptara subir a los reservados, la tomabas de la mano, sacabas pecho
y la llevabas por el camino más largo, para que todos te vieran, para que los
viejos detractores de siempre leyeran en tu mirada ese afiche que decía: VOY A
TRANSAR.
Pero ahora eso no
era suficiente. Es cierto, si transabas, sabías que te esperaba una semana de
paz con la prensa y, sobre todo, con vos mismo. Si transabas salías del boliche
sintiéndote campeón, feliz, agradecido, con el ego en alza… pero también salías
alzado, y cómo. Los que tenían efectivo y no les importaba quemarlo en quince
minutos, antes de ir a sus casas, hacían escala en algún sauna donde, dada la
hora, eran recibidos con impaciencia y mal humor. El resto, desembocaba en el
onanismo: una práctica que a esa altura era una forma de vida, por momentos tan
humillante como necesaria. La sensación de triunfo conquistada durante la
noche, gracias al esfuerzo, a la constancia, y a una elaborada y elegante
parla, al amanecer iba a parar a una vieja media, a un pedazo de papel
higiénico, a las paredes del inodoro y, en los casos más promiscuos, encima de
su propia panza.
Podían llamarse
novias, transas, amigovias, fatos, fetos… pero ahora lo importante era tener
una cita. La mayoría de las veces todos la conseguíamos, excepto Pablo.
Pablo era tan
normal o anormal como cualquiera de nosotros. La diferencia era su exquisitez.
Él no salía con cualquier mina. Las que le daban bola, le resultaban gordas,
mersas, bigotudas o con olor a chivo. Elegía tanto que siempre terminaba solo.
Gracias al aburrimiento de los sábados a la noche, desarrolló algunos oficios.
Se recibió de Técnico Especialista en Masturbación. Fue designado Detector
Oficial de Películas con Desnudos (iba pasando de canales y te decía: “en ésta
dentro de quince minutos garchan”, “acá estar por aparecer una mina en tetas,
degollada”…), pero la tarea que más alegrías y reconocimiento le dio dentro del
grupo, fue la de Paparazzi.
Diego y yo fuimos
víctimas de uno de sus primeros trabajos.
Yo había conocido a
Gisela dos meses antes. Gisela me gustaba lo suficiente como para odiar la idea
de que un sábado a la noche yo estuviera en un boliche, con mis amigos, y ella
estaba en otro, con sus amigas y todos los cuervos habidos y por haber. Así que
se me ocurrió pedirle a los chicos que fuéramos al boliche que iba ella. Era
una pésima idea, pero una de las particularidades de haber conocido a Gisela
fue esa: no poder pensar.
Gisela sabía que
algunos de mis amigos tenían novia, y convertirla en testigo de sus andanzas
era peligroso para ellos y, por la ley del “dime con quién andas”, para mí.
Además, si yo la seguía viendo, tarde o temprano ella iba a entrar en contacto
con las otras novias, y ninguno de los chicos quería estar jaque. Si Gisela
veía “cosas”, ellos iban a hacer lo imposible para sacarla de mi vida. Ya fuese
lavándome el cerebro con retórica, o quemándomelo con chicas y más chicas que
estaban dispuestos a presentarme.
Todo indicaba que jamás debía juntar en un boliche
a mis amigos con mi chica, pero no me importó: insistí hasta convencerlos, y
una vez que lo hice, la situación se me escapó de las manos. Apenas entramos y
vieron a las amigas de Gisela, todos se fueron al humo. Al rato, los únicos que
seguían en carrera eran Diego y Mariano. Poco después, a Mariano lo dejaron
fuera de combate con la gran “voy al baño y enseguida vuelvo”. Esa noche Diego
se llevó el único premio, un número de teléfono. Dos días después estábamos
arreglando una salida de a cuatro para el fin de semana. Yo no quería saber
nada, pero de un lado Gisela estaba feliz con la idea, y del otro Diego me
rogaba que le hiciera pata. Me dijo: “una cosa es adentro del boliche con dos
whiskies encima, y otra es afuera”. Es que Marina, la amiga de Gisela, era
linda y tenía buena onda, pero le tirabas quince temas de conversación y no
desarrollaba uno.
Horas antes de la
gran velada, sin darse cuenta Diego hizo entrar en juego al Paparazzi. Después
del fútbol del sábado a la tarde, mientras alcanzaba a Pablo a la casa, al
pasar por Zamudio y Beiró, se le dio por comentar: “acá vive Marina”.
Esa misma noche,
fui en colectivo a lo Diego, le toqué timbre, y lo esperé abajo hasta que salió
del garage del edificio arriba del Fiat Uno que el padre acababa de regalarle.
Llegamos a la casa la casa de Marina, que nos esperaba junto a Gisela, y un
segundo después de apretar el timbre se medio dio por mirar enfrente.
Diego aguardaba en
el coche. Me acerqué y le dije:
–¡Boludo! Me quiero
matar. Nos están filmando.
–¡¿Qué?!
Estaba oscuro, tan
oscuro que se podía distinguir con facilidad la lucecita roja que venía de la
ventanilla de un auto. Un auto igual al de la madre de Pablo.
Salieron las
chicas. Nos saludaron y pasaron a los
asientos traseros (el Uno era de tres puertas) mientras Diego y yo tratábamos
de sonreír y romper hielo, pero estábamos bloqueados: al otro lado de la calle
había un enfermo filmándonos, dispuesto a dedicarnos la noche, listo para
seguirnos a donde fuéramos, y luego armar avant premier para que el resto del
grupo se cagara de la risa de nosotros.
Éramos tan
predecibles, que Pablo no necesitó seguirnos. Desde hacía años, toda mina que
aparecía iba a parar a After Eight, un pub de Avenida Crámer. Ese lugar era
como estar en los reservados de un boliche, pero sin boliche. En vez de mesas y
sillas, había sillones, todos apuntando hacia una inmensa pantalla en la que
proyectaban videoclips. Si salías con una chica y aún no habías llegado a la
instancia “telo”, After Eight era la mejor opción: pasaban buena música, la
música coincidía con las imágenes, la luz era tenue; no quedabas separado por
una mesa sin saber qué hablar, los tragos venían cargados, y los precios eran
accesibles.
Tal vez por estar
con la cabeza en otra cosa, Diego demoró más de lo lógico en llegar, y cuando
lo hicimos y estacionamos a una cuadra de distancia, supimos que Pablo había
conseguido lugar en la puerta. Justo al momento de entrar, un flash nos dejó
ciegos. Marina preguntó si lo habíamos notado y Diego le respondió:
–Fue un relámpago.
–Sí, un refusilo.
En cualquier momento se larga –agregué, casi empujando a Gisela hacia adentro,
para mirar hacia afuera.
Pablo había
reclutado a Cable. Uno filmaba y el otro fotografiaba.
Al viernes siguiente,
cuando nos reunimos y vimos la filmación, los felicitamos. A partir de entonces
el grupo cambió de actitud. Encontrarte con una chica podía generar redes de
espionaje y contraespionaje. A veces dabas parte de enfermo y salías con una
mina. A veces inventabas citas y te quedabas solo en tu casa, o te encontrabas
con otro para hacerle un paparazzi a alguien. Era todo muy confuso. No había
paz.
El único que se
prendía en todos los paparazzi era Pablo. Su problema no era la falta de levante, sino el exceso exquisitez. Para ponerse
de novio, les pedía certificado de estudio, libreta sanitaria y carta de
recomendación. Después se quejaba de que los sábados a la noche siempre estaba
al pedo. Al pedo, solo y en pedo. Tenía la certeza de que iba a ser el último
highlander del grupo. Se deprimía y juraba: “van a estar todos casados y yo voy
a seguir reventándole el cerebro al gato”.
Por supuesto, nosotros lo aconsejábamos y tratábamos de levantarle el ánimo. Pero
estaba bueno saber que siempre podías contar con él, dispuesto a pasar a buscarte
para ir a algún boliche, a toda velocidad, escuchando a todo volumen A View To
a Kill, el tema de Duran Duran que lo hacía sentirse James Bond y Ayrton Senna
a la vez.
MV
Ejemplo práctico de cómo se unificaba la versión oficial antes cada salida.