viernes, febrero 14, 2014

El auto-paparazzi de Pablo



(Fragmenos de "Nosotros sabíamos manejar en pedo")



Cansados de pasar hambre, nos dimos cuenta de que para sumar puntos con las mujeres había que resignar los sábados a la noche, y dárselos por entero a Ella: novia, transa, filito, fato… como quisiéras considerarla en tu legajo secreto.


Durante años, los sábados nos encontrábamos en el Bar de Sasha. Los solteros caían a medianoche. Por regla, esperaban a los que tenían novia o fato hasta las tres de la mañana. Si se liberaban antes de esa hora, sabían que nos encontrarían allí, a punto de arrancar para algún lado.
A veces, cuando sabías que se venía una noche especial, ya fuese por la cantidad de gente convocada, por el lugar al que iríamos o por el simple entusiasmo generado en la semana, arreglabas con tu chica para encontrarte temprano y llegar con margen al bar. La llevabas al cine, a comer, o a tomar algo. Te portabas como un duque toda la noche, pero en un momento, culpa de los arrumacos o de una charla que se prolongaba, mirabas disimuladamente la hora y querías matarte. Te transformabas. De golpe apurabas la despedida. Si era necesario decías que algo te había caído mal y aprovechabas para pasar algún semáforo en rojo. Una vez que llegabas a la puerta de la casa, en lugar de ponerte cariñoso como siempre, te despedías con un pico, echando todo el laburo por la borda, sabiendo que si no querías perderla ibas tener que agachar la cabeza, anestesiarte los oídos y remar. Por supuesto, esto era posible gracias a que no existía el celular, y a que vivíamos con nuestros viejos: los llamados-control de madrugada a nuestras casas para saber si habíamos llegado bien, estaban prohibidos: despertaban y/o asustaban a nuestros viejos.
Con el tiempo, esta práctica de hacer dos noches dentro de una, fue perdiendo adeptos: era agotador, estresante, oneroso y, a medida que los noviazgos se consolidaban, aumentaba el pánico y la paranoia.  

Desde que habíamos empezado a ir a bailar a la matiné, transar había sido nuestra Copa del Mundo, la máxima aspiración. Cuando luego de un trabajo fino y prolongado lograbas que una chica aceptara subir a los reservados, la tomabas de la mano, sacabas pecho y la llevabas por el camino más largo, para que todos te vieran, para que los viejos detractores de siempre leyeran en tu mirada ese afiche que decía: VOY A TRANSAR.
Pero ahora eso no era suficiente. Es cierto, si transabas, sabías que te esperaba una semana de paz con la prensa y, sobre todo, con vos mismo. Si transabas salías del boliche sintiéndote campeón, feliz, agradecido, con el ego en alza… pero también salías alzado, y cómo. Los que tenían efectivo y no les importaba quemarlo en quince minutos, antes de ir a sus casas, hacían escala en algún sauna donde, dada la hora, eran recibidos con impaciencia y mal humor. El resto, desembocaba en el onanismo: una práctica que a esa altura era una forma de vida, por momentos tan humillante como necesaria. La sensación de triunfo conquistada durante la noche, gracias al esfuerzo, a la constancia, y a una elaborada y elegante parla, al amanecer iba a parar a una vieja media, a un pedazo de papel higiénico, a las paredes del inodoro y, en los casos más promiscuos, encima de su propia panza.    
Podían llamarse novias, transas, amigovias, fatos, fetos… pero ahora lo importante era tener una cita. La mayoría de las veces todos la conseguíamos, excepto Pablo.
Pablo era tan normal o anormal como cualquiera de nosotros. La diferencia era su exquisitez. Él no salía con cualquier mina. Las que le daban bola, le resultaban gordas, mersas, bigotudas o con olor a chivo. Elegía tanto que siempre terminaba solo. Gracias al aburrimiento de los sábados a la noche, desarrolló algunos oficios. Se recibió de Técnico Especialista en Masturbación. Fue designado Detector Oficial de Películas con Desnudos (iba pasando de canales y te decía: “en ésta dentro de quince minutos garchan”, “acá estar por aparecer una mina en tetas, degollada”…), pero la tarea que más alegrías y reconocimiento le dio dentro del grupo, fue la de Paparazzi.
Diego y yo fuimos víctimas de uno de sus primeros trabajos. 
Yo había conocido a Gisela dos meses antes. Gisela me gustaba lo suficiente como para odiar la idea de que un sábado a la noche yo estuviera en un boliche, con mis amigos, y ella estaba en otro, con sus amigas y todos los cuervos habidos y por haber. Así que se me ocurrió pedirle a los chicos que fuéramos al boliche que iba ella. Era una pésima idea, pero una de las particularidades de haber conocido a Gisela fue esa: no poder pensar.
Gisela sabía que algunos de mis amigos tenían novia, y convertirla en testigo de sus andanzas era peligroso para ellos y, por la ley del “dime con quién andas”, para mí. Además, si yo la seguía viendo, tarde o temprano ella iba a entrar en contacto con las otras novias, y ninguno de los chicos quería estar jaque. Si Gisela veía “cosas”, ellos iban a hacer lo imposible para sacarla de mi vida. Ya fuese lavándome el cerebro con retórica, o quemándomelo con chicas y más chicas que estaban dispuestos a presentarme.
Todo  indicaba que jamás debía juntar en un boliche a mis amigos con mi chica, pero no me importó: insistí hasta convencerlos, y una vez que lo hice, la situación se me escapó de las manos. Apenas entramos y vieron a las amigas de Gisela, todos se fueron al humo. Al rato, los únicos que seguían en carrera eran Diego y Mariano. Poco después, a Mariano lo dejaron fuera de combate con la gran “voy al baño y enseguida vuelvo”. Esa noche Diego se llevó el único premio, un número de teléfono. Dos días después estábamos arreglando una salida de a cuatro para el fin de semana. Yo no quería saber nada, pero de un lado Gisela estaba feliz con la idea, y del otro Diego me rogaba que le hiciera pata. Me dijo: “una cosa es adentro del boliche con dos whiskies encima, y otra es afuera”. Es que Marina, la amiga de Gisela, era linda y tenía buena onda, pero le tirabas quince temas de conversación y no desarrollaba uno.
Horas antes de la gran velada, sin darse cuenta Diego hizo entrar en juego al Paparazzi. Después del fútbol del sábado a la tarde, mientras alcanzaba a Pablo a la casa, al pasar por Zamudio y Beiró, se le dio por comentar: “acá vive Marina”.  
Esa misma noche, fui en colectivo a lo Diego, le toqué timbre, y lo esperé abajo hasta que salió del garage del edificio arriba del Fiat Uno que el padre acababa de regalarle. Llegamos a la casa la casa de Marina, que nos esperaba junto a Gisela, y un segundo después de apretar el timbre se medio dio por mirar enfrente.
Diego aguardaba en el coche. Me acerqué y le dije:
–¡Boludo! Me quiero matar. Nos están filmando.
–¡¿Qué?!
Estaba oscuro, tan oscuro que se podía distinguir con facilidad la lucecita roja que venía de la ventanilla de un auto. Un auto igual al de la madre de Pablo.
Salieron las chicas. Nos saludaron y pasaron  a los asientos traseros (el Uno era de tres puertas) mientras Diego y yo tratábamos de sonreír y romper hielo, pero estábamos bloqueados: al otro lado de la calle había un enfermo filmándonos, dispuesto a dedicarnos la noche, listo para seguirnos a donde fuéramos, y luego armar avant premier para que el resto del grupo se cagara de la risa de nosotros.           
Éramos tan predecibles, que Pablo no necesitó seguirnos. Desde hacía años, toda mina que aparecía iba a parar a After Eight, un pub de Avenida Crámer. Ese lugar era como estar en los reservados de un boliche, pero sin boliche. En vez de mesas y sillas, había sillones, todos apuntando hacia una inmensa pantalla en la que proyectaban videoclips. Si salías con una chica y aún no habías llegado a la instancia “telo”, After Eight era la mejor opción: pasaban buena música, la música coincidía con las imágenes, la luz era tenue; no quedabas separado por una mesa sin saber qué hablar, los tragos venían cargados, y los precios eran accesibles.
Tal vez por estar con la cabeza en otra cosa, Diego demoró más de lo lógico en llegar, y cuando lo hicimos y estacionamos a una cuadra de distancia, supimos que Pablo había conseguido lugar en la puerta. Justo al momento de entrar, un flash nos dejó ciegos. Marina preguntó si lo habíamos notado y Diego le respondió:
–Fue un relámpago.
–Sí, un refusilo. En cualquier momento se larga –agregué, casi empujando a Gisela hacia adentro, para mirar hacia afuera.  
Pablo había reclutado a Cable. Uno filmaba y el otro fotografiaba.
Al viernes siguiente, cuando nos reunimos y vimos la filmación, los felicitamos. A partir de entonces el grupo cambió de actitud. Encontrarte con una chica podía generar redes de espionaje y contraespionaje. A veces dabas parte de enfermo y salías con una mina. A veces inventabas citas y te quedabas solo en tu casa, o te encontrabas con otro para hacerle un paparazzi a alguien. Era todo muy confuso. No había paz.
El único que se prendía en todos los paparazzi era Pablo. Su problema no era la falta de  levante, sino el exceso exquisitez. Para ponerse de novio, les pedía certificado de estudio, libreta sanitaria y carta de recomendación. Después se quejaba de que los sábados a la noche siempre estaba al pedo. Al pedo, solo y en pedo. Tenía la certeza de que iba a ser el último highlander del grupo. Se deprimía y juraba: “van a estar todos casados y yo voy a seguir  reventándole el cerebro al gato”. Por supuesto, nosotros lo aconsejábamos y tratábamos de levantarle el ánimo. Pero estaba bueno saber que siempre podías contar con él, dispuesto a pasar a buscarte para ir a algún boliche, a toda velocidad, escuchando a todo volumen A View To a Kill, el tema de Duran Duran que lo hacía sentirse James Bond y Ayrton Senna a la vez.
MV

Ejemplo práctico de cómo se unificaba la versión oficial antes cada salida.