miércoles, septiembre 26, 2012

Nosotros sí que sabíamos manejar en pedo



No quiero hacer apología, pero tengo que decirlo: los jóvenes de ahora no saben manejar en pedo. Por eso hay tantos accidentes. Y por eso llegamos al punto en que un sábado a la noche la ciudad es un campo minado de controles. No podés salir a cenar. Te agarran con dos vasos de vino encima y te quedás sin auto. Ni hablar de la multa y la quita de puntos.
Como diría mi abuelo y repetiría mi viejo, en mi época era distinto.
Primero, a las dificultades que generaba el pedo no había que sumarle la fuente de distracción que significa el celular.
Segundo, el único límite de pasajeros te lo daba el auto y tu capacidad de contorsión. En mi Taunus 77 entrábamos seis o siete. Es decir, seis o siete posibles conductores a la hora de volver.
Al igual que la juventud de ahora, estábamos en plena debacle. No teníamos noción de lo que significaba “ser medido” y no nos importaba en absoluto eso de “saber chupar”. Salíamos y nos emborrachábamos sin pensarlo… pero una vez que estábamos dados vuelta, sabíamos elegir al chofer. 
Apenas salíamos del boliche, controlábamos que estuviéramos todos (muy a nuestro pesar esto era así el 99% de las veces. El único motivo para pagar la entrada a un boliche era ganarse una mina y llevarla esa misma noche al telo, pero lo máximo que sacábamos del boliche era un teléfono, que a veces resultaba falso y a veces se perdía en la amnesia de los tequilas).
Una vez que teníamos la lista, tachábamos a los que en el algún momento de la noche habían vomitado. No importaba si habías quebrado cinco horas antes, durante la previa. El sujeto “vomitado” quedaba inhabilitado por jornada entera. Es que según nuestras estadísticas, había alta probabilidad de que en algún momento posterior al incidente, el “vomitado” padeciera uno o varios síntomas, como arranques de euforia, depresión, tendencia al llanto acompañado del mantra “no tomo más”, debilidad corporal, flojedad intestinal, o sopor agudo.
Por supuesto, este primer filtro a veces fallaba. El sistema funcionaba por denuncia, y si los testigos eran pocos se los corrompía con facilidad, en la barra. Además, si alguien había regurgitado sin ser visto, jamás lo admitía. Por orgullo, pero también por principio legal: nadie estaba obligado a declarar en su propia contra.
Después de esa primera ronda, uno por uno debía responder la pregunta de “¿Estás para manejar?”. Esta interrogación, simple en apariencia, aportaba un gran caudal de información. Aquel que respondía “no” o “no sé”, se convertía en candidato. Los que juraban que sí y decían cosas como “¡Mirame, estoy perfecto!”, iban directo a la lista negra y era muy difícil que se los moviera de ahí, por más que luego superaran con holgura las dos pruebas restantes.
La primera era el test Noti-Dormi: quien no aguantaba dos minutos con los ojos abiertos era descartado. Y ojo abierto era ojo abierto: el medio asta era presunción de mala fe y calificaba peor que un ronquido.
Aquellos que lo aprobaban, pasaban al examen Conde Atilio: además de mantener los ojos abiertos durante otros sesenta segundos, se agregaba la dificultad de no poder reírse.  
Ser nombrado chofer era ser nombrado presidente de mesa. Se lo consideraba carga pública. Si te negabas, los demás estaban en derecho de llamar a gendarmería. La función de chofer terminaba con la entrega de llaves al dueño del auto, luego de estacionarlo y cerciorarse de que todas las puertas quedaran con la perilla baja y los vidrios levantados. Podía hacerlo de onda, pero de ningún modo el chofer estaba obligado a cargar pesos muertos, embocar llaves, apretar botones de ascensor, suministrar agua, quitar zapatos, silenciar perros excitados, ni mucho menos hacer de escudo frente a padres furiosos.
Por último, si nadie resultaba 100% apto, se le daba el volante al que más se había acercado, o al que más cerca vivía del dueño del coche, para que nadie tuviera que andar tambaleando muchas cuadras.   

Mi Taunus. Aprendiendo a manejar, se las hice todas. Pero él también tenía lo suyo: en las cunetas tenías que sostener la palanca de cambio para que la segunda no volviera a punto muerto, y te quedaras acelerando en el aire.

viernes, septiembre 21, 2012

Felicitaciones, has vendido tu artículo…





El otro día vendí a través de internet un libro de Héctor Tizón. Hacía años que el título dormía en los estantes y al abrir el diario encontré el probable disparador: el escritor acababa de fallecer.
Tres días después, una chica se presentó en el local, me dijo que venía a buscar un libro, le pregunté cuál y me respondió:
–Uno de Tizón.
Mientras desarmaba el lote de títulos pendientes de retiro, le comenté:
–Justo esta semana se murió…
–¿Quién?
–¡Tizón! –le dije, dándome vuelta para mirarla.  
–No, claro, ya sé. Lo que pasa que esta semana también se murió mi perra –me explicó, tratando de sonreír.
–Ah, disculpame, no sabía nada –le devolví, y con sonrisa incluida no pude evitar agregar:– ¡No salió publicado en ningún lado!
Entonces nos quedamos trabados, mirándonos de lejos: ella en alguna galaxia junto su mascota, ajena a las ironías, y yo mucho más abajo, perdido entre libros huérfanos y auto-amonestaciones.

MV. 


sábado, septiembre 15, 2012

¿ADÓNDE CORRIMOS?



“No envejecemos,nos disfrazamos para entrar en la muerte.
He de volver a la adolescencia. 
He de volver al fuego en que creía que mi destino 
no era el de los hombres”. 
El amor, la muerte y lo que llega a las ciudades, Eduardo Álvarez Tuñón

Cada vez que enciendo la tele y encuentro a un viejo rockstar abriendo sus plumas y proclamando: “Soy un sobreviviente”, me dan ganas de vomitar. Y sin embargo, cuando cada tanto salgo hasta tarde y veo que quienes me rodean estaban en salita verde mientras yo perseguía bichos canasto en Grisú, no puedo evitar pensar que estoy caminando sobre los escombros de un pequeño gran imperio.

¿Adónde corrimos después de los diplomas?
¿Quién se quedó con los TDK en donde grabábamos “La Banda del Golden Rocket”?
¿Era un smartphone, un LED y una 4x4 lo que soñábamos?
¿A quién le rezamos ahora? ¿A nuestros jefes y/o clientes?
¿Adónde nos llevó la Ley del Machete? ¿Soñar fue mentirnos, o algo peor?
¿Qué aprendimos de tanto no querer aprender nada?
¿Cuándo fue que nos adaptamos a la tecnología de vivir y dejar morir?
¿Por qué aún nos hiere la lluvia de “Té para 3

Fragmento de Grisú 



martes, septiembre 04, 2012

En Bariloche la ponés (Fragmento de "Grisú")



"Éramos alumnos de un colegio de varones. Es decir, actuábamos como si nunca hubiéramos visto una mujer. De hecho, salvo un par de profesoras y alguna señora de limpieza, no las veíamos muy seguido. A medida que nos habíamos ido acercando a quinto, la leyenda había crecido lo suficiente como para que no quedaran dudas: en Bariloche era fácil ponerla. No había necesidad de recurrir a profesionales ni ser un as de la parla. Las historias que se escuchaban eran prueba suficiente: las minas se iban de viaje para tirar la chancleta. En especial las de colegios de monjas. Simplemente se trataba de detectar las oportunidades y actuar rápido, con firmeza.
A medida que la fecha de partida se iba acercando, las expectativas crecían y alcanzaban niveles que ni el mejor director de cine porno hubiera sido capaz de llevar a cabo.      
Una vez arriba del ómnibus, la tensión se había vuelto insoportable. El stock de preservativos indicaba que cada uno, en promedio, iba a echarse cuatro polvos.
(...) Había una canción-emblema que cantábamos todo el tiempo: Vengo de Río Negro, ay que pedo tengo. Voy a Bariloche, a coger de noche, lalalala lalala... borracho...lalalala lalala... borracho...
Por supuesto, el resultado de tanta expectativa no tardó en llegar. Ya en la ida, cuando en la primera parada bajamos del micro cantándola, el grupo de treinta chicas que charlaban y fumaban en la puerta del restaurante desapareció en un segundo."