El otro día vendí a través de internet un
libro de Héctor Tizón. Hacía años que el título dormía en los estantes y al
abrir el diario encontré el probable disparador: el escritor acababa de
fallecer.
Tres días después, una chica se presentó en el
local, me dijo que venía a buscar un libro, le pregunté cuál y me respondió:
–Uno de Tizón.
Mientras desarmaba el lote de títulos
pendientes de retiro, le comenté:
–Justo esta semana se murió…
–¿Quién?
–¡Tizón! –le dije, dándome vuelta para
mirarla.
–No, claro, ya sé. Lo que pasa que esta semana
también se murió mi perra –me explicó, tratando de sonreír.
–Ah, disculpame, no sabía nada –le devolví, y
con sonrisa incluida no pude evitar agregar:– ¡No salió publicado en ningún lado!
Entonces nos quedamos trabados, mirándonos de
lejos: ella en alguna galaxia junto su mascota, ajena a las ironías, y yo mucho
más abajo, perdido entre libros huérfanos y auto-amonestaciones.
MV.
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