"Éramos alumnos de un colegio de varones. Es
decir, actuábamos como si nunca hubiéramos visto una mujer. De hecho, salvo un
par de profesoras y alguna señora de limpieza, no las veíamos muy seguido. A
medida que nos habíamos ido acercando a quinto, la leyenda había crecido lo
suficiente como para que no quedaran dudas: en Bariloche era fácil ponerla. No
había necesidad de recurrir a profesionales ni ser un as de la parla. Las
historias que se escuchaban eran prueba suficiente: las minas se iban de viaje
para tirar la chancleta. En especial las de colegios de monjas. Simplemente se
trataba de detectar las oportunidades y actuar rápido, con firmeza.
A medida que la fecha de partida se iba
acercando, las expectativas crecían y alcanzaban niveles que ni el mejor
director de cine porno hubiera sido capaz de llevar a cabo.
Una vez arriba del ómnibus, la tensión se
había vuelto insoportable. El stock de preservativos indicaba que cada uno, en
promedio, iba a echarse cuatro polvos.
(...) Había una canción-emblema que cantábamos todo el tiempo: Vengo de Río Negro, ay que pedo
tengo. Voy a Bariloche, a coger de noche, lalalala lalala...
borracho...lalalala lalala... borracho...
Por supuesto, el resultado de tanta
expectativa no tardó en llegar. Ya en la ida, cuando en la primera parada bajamos
del micro cantándola, el grupo de treinta chicas que charlaban y fumaban en la
puerta del restaurante desapareció en un segundo."
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