miércoles, julio 21, 2010

Ido con mis ídolos

No podía salir de la cama. Era domingo y faltaba un rato para el atardecer, pero esta vez no necesitaba que cayera el sol para deprimirme, el bajón era previo. El sábado la Argentina había sido eliminada del Mundial, y desde entonces no podía esquivar el duelo, torturándome con cuanto programa de fútbol se me cruzara. Cuánto más conventillero, mejor. Si hablaba Sanfilippo, mucho mejor. Pero en determinado momento, por combinación del zapping y la penumbra de la habitación, la pantalla del televisor me hizo chocar con mi propio reflejo, y lo que encontré me asustó: los calzoncillos del elástico gastado, la panza, el pelo grasiento… un hombre despatarrado en la resignación, con la única ambición de no tener que ir nunca más a ninguna parte.
Apagué la tele, pateé las sábanas y salí a inflar la bici. Fui hasta los bosques de Palermo, y no sólo pedaleé, sino que también me bajé y corrí dos vueltas al lago. De regreso, desesperado por comprobar si en la enésima repetición los alemanes seguían convirtiendo el gol desde el vestuario, en la vereda distinguí a un hombre vestido completamente de negro: saco, boina, una beba en brazos. Al lado, una mujer. Su mujer. No puede ser, me dije, y volví a mirar. Entonces él me miró, como esperando que lo saludara. El pelo largo, oscuro, contrastando con las legendarias patillas, ahora canosas… Al pasar a su lado alcé la mano, sonreí, y en el escalofrío del momento me salió: “¡Hola Guille!”, como si fuera un compañero de oficina. Me devolvió una sonrisa cómplice, acompañada de un “Qué tal, cómo estás”…
Eso fue todo. Cuando quise darme cuenta, Willy Vilas se había quedado diez metros atrás, esperando que desde dentro de una casa le abrieran la puerta. No me daba para volver, pero sí para continuar el viaje imaginando que retrocedía, le estrechaba la mano y le soltaba un improbable discurso. Algo así como: Hola Willy, nada más quería darte las gracias. No me conocés, pero fuiste importante en mi vida. Todavía puedo recitarte los dieciséis títulos que ganaste en el 77, o la cantidad de partidos que te mantuviste invicto en canchas lentas… ¿pero sabés qué?, por momentos no te bancaba. Cualquier cosa que te preguntaban, sólo hablabas de vos. Siempre eras vos, vos y vos… Seguramente seguís igual. La diferencia es que ahora te entiendo. Me imagino lo ingrato que es ser ídolo en este país. Sobre todo me imagino lo difícil que es volver a la vida normal luego de haber alcanzado La gloria. Así como yo todavía estoy en el Mundial, esquivando mi vida, sé que una parte tuya permanece en Roland Garros, revoleando la raqueta al cielo.
Guille, una vez, hace mucho, en un reportaje te preguntaron si tenías ídolos. Primero respondiste que no, pero después tu mirada viajó hasta París y se detuvo frente a la tumba de Jim Morrison. Ahí te diste cuenta de que sí, de que los ídolos podían tener ídolos y que admitirlo no era tan grave.
Al igual que muchos chicos que iban a verte al Buenos Aires, me pasé la infancia y la adolescencia dándole a la pelotita. Primero el frontón, después los canastos y la ropa teñida de naranja. Y vos eras el camino, la demostración de hasta dónde se podía llegar con talento y, sobre todo, trabajo. Lo intenté durante años, hasta que un día me pareció que el tenis era una ruleta en la que mis viejos ponían fichas, y mi juego naufragó en un mar de ceros. Entonces llegó el rock. Rock para exorcizar los miedos. Rock para tapar la tristeza. Rock para no ser yo. Y en el medio del vendaval vos te quedaste en un póster, a mi lado, hablándome del esfuerzo, de la disciplina, del coraje, de la determinación para alcanzar los sueños… equilibrando el marcador cuando nuestro ídolo en común, Jim Morrison, desde sus canciones me invitaba a seguirlo para siempre…
…hasta el fin de las risas y las dulces mentiras.
Hasta el fin de las noches en que intentamos morir…


MV

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