El jueves fui al cine con mi
mujer.
… Día de semana, enero, Buenos
Aires, no era un estreno, no se trataba de un “gran éxito”… llegamos
convencidos de que si no era por nosotros, no habría función.
Le erramos por poco. En la sala había
un hombre mayor leyendo el diario. Estaba en una de las butacas que bordeaban el
pasillo. El pasillo, perpendicular a la pantalla, dividía la sala en dos partes
iguales.
Me sucede siempre, cuando hay tanto
lugar libre, no sé dónde sentarme. Le pregunté a mi mujer, y para variar me
dijo: “dónde vos quieras”.
Pensé: “ni muy lejos ni muy
cerca, y que no nos moleste la pelada del único espectador”.
Así que nos sentamos al otro lado
del pasillo.
Miré alrededor. Era un lugar
estratégico. No sólo porque no había nadie cerca, sino también por un detalle tranquilizador:
a las dos butacas de la fila de adelante le seguía una rota. Es decir, si
llegaban tres o más cabezones juntos, no iban a poder sentarse justo ahí.
Bajaron la luz y vimos las
publicidades sin que llegara nadie. Después hubo una pausa y apagaron las luces
por completo. Seguíamos siendo tres... pero cuando la película estaba
comenzando, aparecieron dos señoras caminando apuradas entre las butacas, y una
tuve una visión. La visión de cuando no tengo a nadie tapándome:
–Las hijas de puta se van a
sentar acá adelante, te apuesto lo que quieras –murmuré.
–¡Pst! No seas perseguido. Mirá
si van a venir justo acá.
El peligro se acercaba, recé:
–No puede ser, por favor, no
puede ser, no pued…
–La puta que las parió –dijo mi
mujer, en un volumen no tan bajo.
Las dos se dieron vuelta
sonriendo y una preguntó:
–Es “Lo imposible”, ¿no?
“Tal cual, lo imposible acaban de
hacerlo ustedes, yeguas reventadas”, quise responderles, mientras mi mujer les
devolvía la sonrisa y les confirmaba que sí, que habían acertado (en todo
sentido). Luego me miró y dijo:
–¿Vamos atrás?
–¿Qué?
Ya no me importaba nada. Quería
romper todo. Quería acogotar a las viejas, acuchillar la pantalla, gritarle a
mi mujer que mi pesimismo era experiencia acumulada, y después tirarme de
cabeza contra el vidrio de la sala de proyección. Necesitaba acabar con la
industria del cine en general y la industria de las butacas en particular, incluyendo
a Noami Watts y al pibe de Transpoitting.
–Dale, vamos –me levanté de
golpe, contenido.
Aunque en los asientos del fondo del
pasillo podías apoyar la cabeza contra la pared y estirar las piernas hasta
donde quisieras, esos primeros minutos los perdí en la incomodidad, maquinando:
“por quéeee. Por quéeee me pasa esto en
los cines, en la playa, en el colectivo, en el tren… las odio, las odio con
todo el alma, odio a la gente, por quéeeeee…”
Al rato, cuando en la pantalla
apareció el tsunami y la familia de Naomi se desmembró, lloré como un marrano y
tuve ganas de abrazar a todos, incluyendo a las viejas guachas.
Y a mi mujer.
MV
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