"Lo triste de seguir la misma profesión de tu viejo, además de la
falta de imaginación, es que cuando te recibís ya estás harto. Venís escuchando quejas y
maldiciones durante una vida, y recién ahí las comprendés del todo. Se te
encarnan. Entonces frenás y mirás. Y te das cuenta de que los calendarios te
tocan bocina y que hace rato debiste haber doblado para el lado del sueño,
aunque no tengas idea de dónde diablos queda eso.
El día que en la facultad me dieron la última nota, no paraba de
llorar. No era alegría, sino pánico y desesperación. Se me habían acabado las excusas.
Primero pensé en estudiar otra carrera,
luego en un postgrado y después en poner un kiosco. Pero mis viejos y mi novia
me apuntaban. Sus armas estaban hechas de Futuro y no supe esconderme.
Me incliné por lo que sabía, dejarme llevar, y acepté el primer
trabajo que me ofrecieron. Me colgué el traje de Joven Profesional y comencé a
correr tras la sombra de alguien que se suponía era yo. Me dieron objetivos y
los superé. Me ascendieron y festejé. Me ofrecieron capacitación y se los
agradecí. Después me enviaron al exterior y mi novia me pateó sin respetar la
distancia.
Dejé el trabajo, maldije los años de facultad y me zambullí
en la niebla, en el remordimiento de haber temblado cuando sonó el disparo de
largada".
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