Los que dicen que el mundo es un pañuelo,
nunca se sacaron el dedo de la nariz. Me escapé de tantos lugares, que podría
llenar el álbum de Titanes en el Ring con la cara enfurecida de la gente que
dejé atrás.
Nunca volví a encontrármela. Ni a
ella ni a nadie de la familia, y tampoco es que lo disfrute. Tuve que hacerlo.
Tal vez se deba al tipo de enseñanza que recibí: “Que tu mano derecha no sepa
qué hace la izquierda”, “de lo que escuches no creas nada, y de lo que veas
sólo la mitad”, “la paja se come el trigo”, y cosas así... Tal vez fue eso y no
culpo a nadie, pero tampoco vengan a señalarme. Quiero decir, es fácil darle
forma a un recuerdo hasta convertirlo en algo distinto, pero es difícil
mantenerse limpio minando el pasado.
Que me busquen. Nadie puede
enjaular a un destello y si hay algo que sé, es brillar por mi ausencia.
No me gusta andar proclamándolo,
pero en este tiempo aprendí a cagarme en todo. Especialmente en mí mismo. Eso
me mantuvo vivo. Vivo y tapado de mierda.
Los sociólogos dicen que lo mío
es un estigma generacional, y yo me pregunto: ¿qué es una generación? ¿Una masa
de idiotas nacidos en una misma época, bailando un lento de César Banana con la
ropa interior palometeada? ¿Un grupo de sátrapas disparando hacia cualquier
parte, con la zanahoria del consumo metida hasta el esófago? Desconfío de los
recuerdos. Nunca fui bueno para defender el futuro y no creo en los males
generacionales, así como tampoco creo que pueda perder lo que jamás tuve. Si
esa última vez no volví, no fue para traicionarla. Estaba cansado. Necesitaba
rebobinar, y después adelantar todo lo más rápido posible, hasta el final.
MV
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