El miércoles a
la noche, en cable, vi un programa que hablaba de la tolerancia al dolor y de
cómo aumentarla. Copado con la idea, esa misma noche puse la nueva ficción de
Facundo Arana y soporté seis minutos. El doble de mi último intento con Polka.
A la mañana
siguiente, apenas me levanté, fui al baño y continué el experimento con el
enjuague bucal. Me lo dejé en la boca más de ciento veinte segundos, hasta que
empezaron a lagrimearme los ojos, y mi lengua se convirtió en una goma flácida,
inflamada, hípersensible: como si un enjambre de avispas practicaran tiro al
blanco ahí dentro.
Pero no me
achiqué.
A la noche redoblé
mi plan de autoflagelación. Apalancado por la oportunidad de asistir a mi
primer superclásico, fui a la cancha para ver perder a mi equipo, rodeado de
50.000 hinchas de River, todos totalmente sacados, gritándome al oído como si
en mi frente hubiera un cartel que dijera: “soy bostero, aturdime”.
No poder putear del
dolor, aumenta el dolor, está comprobado. Lo dice Natgeo y lo garantizo yo: El
Rey del sufrimiento al pedo.
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